lunes, 27 de febrero de 2012


Presentación de "Somos Materia Desechable" (Ed. Vitruvio 2011) por Nicolás Melini en el Rincón de D. Antonio, Café Comercial. 24 de febrero de 2012.

“Somos materia desechable”, de eso no cabe la menor duda. El poeta Luis Antonio González encabeza sus versos con unas palabras de controvertida sonoridad y significación contundente, seca, que se siente como un bofetón en el entendimiento, y sin embargo nos sitúa en la arena movediza desde la que nos habla, un lugar impreciso –órfico— entre la vida y la muerte: comienza la afirmación con un “somos” que nos posiciona en el ser, en el valor de la vida; “materia” parece desacralizar ese ser, esa vida referida, situarnos más en las proximidades del no ser, o al menos en las proximidades de la materia sin ser, de la materia sin valor de vida; y, por último, “desechable” nos posiciona en la carencia absoluta de valor, tal vez en la muerte.


La dedicatoria de su libro reza así: “A lo que soy por haber sido, /a lo que desecho de mí,/ y a lo poco que queda”. El poeta dedica el libro a un sí mismo que carece de importancia, añadiendo un matiz –cierto volumen— a lo ya expresado en el título. No es modestia. Título y dedicatoria resultan fieros con el autor (y con el lector que ha de identificarse y leer el libro desde ese demoledor punto de vista). Pero es todo mucho más complejo: de nuevo ese trasiego entre el ser y el no ser, entre la vida y la muerte. Los tiempos verbales de la primera línea delatan al poeta instalado en un lugar en el que ya no es, si no fuera “por haber sido”; materia desechable en la segunda línea; y devaluada en la tercera. 




¿Tal vez un “No somos nada”, que dirían nuestros muy mayores a modo de condolencia? Pero no, no sólo eso, los poemas se encargan de demostrar que no sólo eso. 




La primera parte del libro se titula “Contra el tiempo”, un clásico de la poesía. Contra el tiempo, Carpe Diem: el “collige virgo rosas” en sonetos de Garcilaso, Góngora, Quévedo. Y contra el tiempo permanecer varados en el órfico sitio donde el tiempo parece haberse detenido, un lugar impreciso entre la vida y la muerte. 




Pero no, no sólo eso.




Dice el primer poema:






“Contra el tiempo 
una melodía de jazz
extingue la noche.


Ya no sé si quedan dos
o tres compases
para que este poema
y yo
dejemos paso al silencio”.




La lira de Orfeo es jazz. El tiempo es compás musical y toca a su fin. La música es poema y viceversa. El poeta es Orfeo. La muerte: silencio de su lira.






El segundo poema dice:






“El otoño ha entrado
para cubrir de horas negras
la laguna helada
de las palabras.




Tengo fría la piel
y el cuerpo mudo.


Si hoy me preguntan,
si es que acaso a alguien le importa,
no espero nada de mañana”.




Aquí el poeta que se ha mostrado órfico revela un conflicto existencial. Es materia trazada de tiempo: de pasado, presente y futuro; un presente –de “laguna” (acaso Estigia)— enclaustrado entre el pasado y el futuro. En definitivas cuentas, Orfeo existencial es (en cierto modo) Camus, una lira de jazz. Un Orfeo algo más próximo a la contemporaneidad del poeta.






Dice el tercer poema de esta primera parte:






“Saxofón y humo para las noches
en que no apareces.
Una taza vacía
cuenta el eco de tu imagen.
Tengo la luz prohibida
para tu nombre.




Suenan agudas todas las melodías,
solitarias notas,
semitonos perdidos,
temerosas sombras de madrugada.




Hoy duermo sólo, como cada noche
desde que te conozco”.




Aparece en escena la ausencia del ser amado. La versión moderna sitúa al poeta inerte, varado acaso en su propio domicilio, esperando que la persona amada regrese no sabemos si de la muerte o de la vida, si de un mundo u otro, si de un extremo u otro de la laguna Estigia, del tiempo pasado o del futuro. El poeta esperando que el ser amado reitere su regreso o perpetre su ausencia una vez más. Orfeo, pues, no de dos pérdidas, como el clásico, sino del eterno retorno. Esto es: de la espera eterna, del regreso y la pérdida dolorosamente reiterados.




Luis Antonio González hunde así las raíces de “Somos materia desechable” en nuestra mejor tradición, pero no se queda ahí. Aún en esta primera parte avanza algunos elementos de otros temas clásicos y los va relacionando con otros de nuestra contemporaneidad:




Dice el cuarto poema:






“Frente al espejo. Un breve espacio ignoto
parece hundirse
en una sombra negra de madera.
Apuntarse a bocajarro con las pupilas
dilatadas,
herirse sin pena con los reflejos 
que silencian las sonrisas,
ahogarse en lo que hasta hoy eras
calladamente,
beber de tu propia hiel y de tus fraudes”.




Orfeo ahora transmuta en Edipo, se ahoga en lo que hasta hoy era calladamente, bebe de su propia hiel y de sus fraudes: no se conoce, se desconoce, investiga sobre sí mismo –acaso asesine a su padre por error, sin saber que es su padre—, descubre y se abisma ante las mentiras sobre sí mismo en las que ha vivido todo este tiempo. Orfeo engañado es Edipo y, claro, el libro gana en complejidad, en matices.




Queda así planteada la concreta diversidad de temas que lanza hacia el futuro del libro. En este sentido, Luis Antonio González se nos hace un poeta consciente del terreno poético que pisa. No hay poeta más o menos contemporáneo del ámbito en español que se haya abstenido de hundir algunos de sus versos allí donde incide Luis Antonio. 




Juan Luis Panero, por ejemplo, dice así en un poema titulado “UN RENCOROSO SÍMBOLO”:






“No sólo en los grandes troncos mitificados de la infancia,
en la penumbra catedralicia de las chimeneas,
troncos y raíces, látigos de fuego,
sino también en este pequeño encendedor de plástico,
en ese cenicero de hotel y un poco de humo perfumado,
podemos encontrar –ignición y extinción—
las quemadas metáforas, el rencoroso símbolo de la nada”.




Por su parte, José Ángel Valente comienza así –en una suerte sublime de Edipo entreverado de Orfeo o viceversa— su libro “No amanece el cantor” (1992).






“El cuerpo del amor se vuelve transparente, usado como fuera por las manos. Tiene capas de tiempo y húmedos, demorados depósitos de luz. Su espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo, donde mi cuerpo está dormido en todas tus salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece el cantor”.






Por otra parte, el chileno Gonzálo Rojas, con su habitual sentido del humor, escribe este edípico poema titulado “ESPEJO”:






“Sólo se aprende aprende aprende
de los propios propios errores”.




¿Habrá algún poeta de estos grandes en español que no haya escrito un poema de espejos y reflejos distorsionados? ¿Habrá alguno de estos que no haya sublimado nuestra tradición órfica? 




Dice Gamoneda en su “Libro del frío”, de un modo extremo, próximo a la abstracción:






“Roza los líquenes y las osamentas abandonadas al rocío, después alcanza las habitaciones y entra en las hebras de la sosa cáustica. Luego viene a tus manos como una lengua luminosa y se desliza en las grasientas células. Hierve como suavísimas hormigas y tus manos se inmovilizan en la felicidad.
Cuando el sol vuelve a su cuenco de tristeza
miras tu manos abandonadas por la luz”.




En cierto modo, ese es el camino que inicia Luis Antonio González en este libro, desde la tradición, tomando la dirección de lo contemporáneo.




La segunda parte se titula como el libro, o es que el libro toma su título de esta segunda parte: “Somos materia desechable”. Luis Antonio la abre con una elocuente cita, bien traída hasta estas páginas, que dice así: “Tal vez haya cambiado también mi tristeza, como si yo fuese no mío, por mí mismo olvidado”, Salvatore Quasimodo.




Para no adelantarme demasiado a su lectura, sólo traeré aquí un poema de Luis Antonio de esta segunda parte:






“Me procuré un desierto
en esta ciudad.
Cada mañana
callo lo necesario
para que no se descubra
que atravieso la frontera
y me sumerjo en este charco de mentiras.




Paso desapercibido
porque respiro el mismo humo,
la misma desazón,
el odio y los puñales convertidos
en abrazos de reloj y buenos días.




Cuando toco la arena imposible,
de nuevo,
cada noche,
con mis ojos, 
me entierro arrepentido de parecer”.




Algo más prosaico y urbano –y, en cierta medida, algo más contemporáneo—, el poeta se pierde en su órfico desierto y nada en su edípica mentira. No obstante, debemos señalar que no se muestra, ni mucho menos, ni tan urbano ni tan prosaico como los más urbanos y prosaicos poetas de su tiempo; no tanto como, por ejemplo, Karmelo C. Iribarren cuando, en un poema titulado “VIEJA BAJO LA TORMENTA”, dice:






“Tendría alrededor 
de ochenta años, 
estaba atascada en un semáforo,
como un barquito de vela
bajo la tormenta,
incapaz de gobernar
el paraguas.




                   Al final,
dando bandazos,
no sé cómo,
a la desesperada,
llegó hasta la otra acera.




La guerra la tenía perdida
—como todos—
pero había ganado esa batalla”.




Volvamos a leer el poema de Luis Antonio:






“Me procuré un desierto
en esta ciudad.
Cada mañana
callo lo necesario
para que no se descubra
que atravieso la frontera
y me sumerjo en este charco de mentiras.




Paso desapercibido
porque respiro el mismo humo,
la misma desazón,
el odio y los puñales convertidos
en abrazos de reloj y buenos días.




Cuando toco la arena imposible,
de nuevo,
cada noche,
con mis ojos, 
me entierro arrepentido de parecer”.




Por último, la tercera parte del libro se titula “Grito, azul, y el viento me devuelve, gris”, tal vez el más hermoso título del libro. Se trata de un espejo a través de un grito, del eco de su voz, y el vivo reflejo de su engaño: “Grito, azul, y el viento me devuelve, gris”. La constatación de la mentira de sí mismo.




Y es en esta tercera y última parte donde el poeta que se ha procurado un desierto en la ciudad, que se debate y entierra “arrepentido de parecer”, que descubre tanto las mentiras sobre sí mismo como la incertidumbre del tiempo y su problema existencial, se rebela y muestra en toda su vehemencia, combate consigo mismo y su realidad, vocifera y maldice:




Leo uno de los poemas:






“Complejidad. Maltrecho templo decadente,
horas muertas de una agenda plagada
de maldiciones y carencias. Se amotinan
contra el descanso las copas llenas de promesas,
las madrugadas nómadas, la consolación
ebria de peroratas opacas.




Una audiencia embebida en sus ombligos
aplaude en muchedumbre al apóstata
rumoroso del ingenio. Salvación o renuncia
de todo cuanto desconoce.




Hoy no soy.
No me corresponde alzar sobre la voz
el gesto omnipotente, el púlpito roído, los ojos
cerrados al inconexo extremo que aniquila
un fotograma de verdad,
por un parlamento reseco”.




Y vociferando, maldiciendo, negándolo todo y negándose a sí mismo a lo largo de esta tercera parte compuesta por 17 poemas, el poeta Luis Antonio se dirige hacia el final. Para no ser absolutamente complaciente en esta lectura que hago (y que puede compartirse o no, faltaría más), sólo diré que Luis Antonio podría haber hecho discurrir su libro, y hubiese sido emocionante, desde el planteamiento que hemos descrito y hacia una rabiosa contemporaneidad de esos mismos temas, hasta dar un paso más allá que los poetas citados. Pero entiendo la rabia, entiendo la necesidad y la lógica de la rebeldía y la negación de todo, y acaso aquel otro es el lugar que aún podrá alcanzar en otros libros. 




En cualquier caso, ni esta vehemencia ni el último poema de “Somos materia desechable” resultan un mal destino.




Último poema:






“Grito, azul,
y el viento me devuelve, gris,
directamente al estómago,
sucia y oxidada canción de ausencias,
eco inmundo de todo cuanto silencio.
Miro al frente
y mis pupilas me dan la espalda,
violenta negación del reflejo,
despojo, ultraje sin compasión
hacia mi nombre.
Lanzo los brazos
y el cuerpo se diluye
en una sombra de cenizas,
desprecio, fantasma colérico
de una pasión por los vacíos desnudos.




Grito, azul, y me tacho los labios,
surcos prohibidos,
yermos violados por el recuerdo
que ya no nutre ninguna página".

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